Democracia: evaluar y corregir
Desde hace ya varios años la política chilena está hundida en un pantano que nos impide abordar con eficacia los problemas del país. El carácter del debate público revela que nuestros parlamentarios y autoridades de gobierno ya no respetan a los votantes, por lo que pueden actuar en beneficio propio o de sus partidos sin importar las demandas de la gente. ¿A qué se debe todo esto? ¿Qué podemos hacer para remediar el problema?
El dilema de la representación
El año 2015 el parlamento chileno promulgó la ley de fin al sistema binominal con la intención de alinear las motivaciones y preferencias de la gente con las decisiones legislativas del Estado. El sistema binominal había funcionado por 25 años como un blindaje para defender el modelo de desarrollo impulsado durante la dictadura de Pinochet, consiguiendo así una estabilidad política y prosperidad económica sin precedentes. Pero esa conquista supuso también sacrificar casi por completo la flexibilidad del país para enfrentar los vaivenes de un entorno cada vez más volátil. La escasa competitividad de las elecciones parlamentarias eliminaba prácticamente todos los incentivos para que los partidos corrigieran sus posturas en respuesta a los cambios de prioridades en el electorado. De esta manera, el 2015 existía una urgencia justificada por reemplazar el binominal, y la alternativa que emergió triunfante fue un sistema de representación proporcional.
En esa oportunidad la Presidenta Bachelet señaló con entusiasmo que se trataba de “un gran día para la democracia,” e hizo la siguiente reflexión respecto del propósito del nuevo sistema:
Hemos reafirmado la certeza de que nuestro parlamento, instancia central de la deliberación de la República, debe ser expresión fiel de la nación que hemos construido.
En retrospectiva, ese día marcó el inicio de una serie de problemas en el sistema democrático chileno, y el parlamento es hoy un espejo roto abrumado por la fragmentación política y la ingobernabilidad. Los incentivos de la representación proporcional funcionan de tal forma que a los partidos políticos les conviene atrincherarse en sus posturas y perseguir los intereses de pequeñas fracciones del electorado en desmedro del interés de las mayorías. Así, paradójicamente, cuanto más nos esforzamos en que el parlamento refleje la diversidad de la población, mayor es la sensación de que en realidad no representa a nadie.
La pregunta natural es cómo enfrentamos este dilema. Volver al binominal sería un error ya que, como dijimos, ese sistema era incapaz de responder apropiadamente en un entorno dinámico. La mayoría de los analistas sugieren introducir restricciones al sistema de partidos con el fin de reducir la fragmentación y que así las distintas fuerzas políticas sean capaces de negociar y llegar a acuerdos. Algunos proponen un umbral mínimo de votos para ingresar al parlamento, otros, la prohibición de pactos electorales. Si bien estas medidas permitirían negociaciones más fluidas en el proceso legislativo, la fragmentación no puede ser la verdadera causa del mal funcionamiento del sistema. Para entender por qué, basta apreciar cómo algunos de los países que más admiramos —como Holanda o Dinamarca— tienen niveles de fragmentación similares a los de Chile, pero están libres de la ingobernabilidad y el estancamiento que a nosotros nos agobian.
Otro diagnóstico popular entre analistas y comentaristas políticos sostiene que si bien la fragmentación es un problema para la gobernabilidad, esto se debe en gran medida a rasgos idiosincráticos de nuestra cultura. Después de todo —dicen—, Chile podrá haber tenido éxito en el pasado, pero seguimos siendo parte de América Latina. Bajo este punto de vista, la clave estaría en educar mejor al electorado y subir los estándares éticos de nuestros políticos de tal forma que eventualmente reine un clima más propicio para los acuerdos y las miradas de largo plazo. Esta teoría explicaría por qué la fragmentación es un problema en Chile y no en los países nórdicos, pero la solución propuesta constituye un equilibrio inestable donde el primer caudillo suficientemente inescrupuloso podría sacar provecho de un entorno cuyo funcionamiento depende de la concordia.
Ante este escenario, vale la pena analizar el problema desde otro ángulo. Hasta ahora las propuestas que hemos visto han estado dirigidas a encontrar cierta armonía entre representación y gobernabilidad con tal de que el parlamento sea ese “espejo de la nación” que la Presidenta Bachelet había exigido. Pero lo que realmente nos interesa es que el sistema nos permita abordar nuestros problemas, y que quienes lo administran lo hagan de forma responsable y efectiva. Entonces, ¿qué herramientas ofrece la democracia para evaluar la responsabilidad y efectividad de nuestros representantes? ¿Con qué instrumentos cuenta el electorado para corregir el rumbo cuando la política se extravía? Después de todo, si el sistema no ofrece mecanismos para evaluar y corregir a quienes manejan el Estado, no tenemos ninguna razón para esperar que dejen de lado sus intereses y trabajen por el bien de la mayoría.
Evitar la comodidad
Volvamos atrás y exploremos más en detalle los casos de Holanda y Dinamarca. En ambos países encontramos sistemas parlamentarios donde el gobierno cuenta con la capacidad de llamar a elecciones anticipadas en caso de haber un impasse. Así, si bien es posible conjeturar que holandeses y daneses tienen mejores niveles de educación cívica que los chilenos, y que sus políticos son también más escrupulosos que los nuestros, la verdadera razón por la cual esas democracias funcionan relativamente bien a pesar de contar con altos niveles de fragmentación es que sus parlamentarios están bajo la constante amenaza de que el gobierno caiga, disolviendo así al parlamento y dándole a los votantes la oportunidad de castigar a quienes contribuyeron a la crisis.
En Chile, en cambio, los cargos sujetos a votación popular son siempre de plazo fijo, de modo que el ambiente político responde a las circunstancias de ciclos electorales pre-establecidos, y mientras no haya elecciones importantes en el horizonte, los servidores públicos pueden actuar con total licencia, sin temor a repercusiones tangibles por parte de la gente. Así, la comodidad de la que gozan nuestros parlamentarios en el ejercicio de sus funciones explica en buena medida el sinfín de actitudes circenses que vemos en la política: los “gustitos,” la deshonestidad intelectual, las actitudes obstruccionistas.
Esta dinámica se manifiesta con absoluta claridad en el caso del poder ejecutivo. Los ministros y asesores de gobierno dependen de la confianza del Presidente, quien a su vez tiene un cargo de plazo fijo y sin posibilidad de reelección inmediata, con lo que en la práctica cuenta con una invulnerabilidad casi total frente al electorado. Bajo estas condiciones, no es raro ver escándalos en el gobierno con efectos importantes en la opinión pública, pero que en última instancia no se traducen en la destitución de ningún secretario o asesor.
Día de juicio
Las elecciones anticipadas son una buena herramienta para incentivar la prudencia en el congreso, pero para que el electorado efectivamente pueda evaluar a los políticos y remover aquellos con rendimiento insuficiente debemos enfocarnos en las características del sistema electoral. En un artículo publicado en el Economist en 1988, Karl Popper sugiere que en lugar de determinar quienes deben gobernar, las elecciones tienen que responder a la pregunta “¿cómo evitamos que una autoridad deficiente cause mucho daño?” Con este objetivo en mente, Popper recomienda descartar la representación proporcional en favor de un sistema que constituya un verdadero “día de juicio” para quienes gobiernan.
Bajo el sistema de representación proporcional el objetivo de las elecciones es actualizar regularmente la configuración de los cargos públicos de manera que las distintas voces de la ciudadanía tengan acogida en las instituciones gubernamentales. En este contexto, los resultados de las elecciones suelen explicarse en términos de cambios temporales de tendencias, de modo que rara vez son vistos como castigo al mal trabajo de los políticos o como la refutación de medidas específicas impulsadas por las facciones perdedoras.
Si queremos que las elecciones sean un día de juicio para los políticos, irremediablemente debemos mover el foco del sistema desde la representación hacia la evaluación. Países exitosos como el Reino Unido o los Estados Unidos utilizan sistemas mayoritarios uninominales donde en cada distrito se elige un solo representante por mayoría simple. En la superficie, la diferencia entre este sistema y el sistema de representación proporcional parece un mero tecnicismo, pero en la práctica el carácter del voto cambia completamente. En lugar de ser una manifestación de preferencia, en un sistema mayoritario uninominal el voto pasa a ser una herramienta de castigo, ya que un pequeño movimiento de votos del candidato incumbente al rival casi siempre implica la destitución del primero. Por su parte, en un sistema proporcional, pequeños movimientos en las preferencias del electorado en general se distribuyen entre varios candidatos, diluyendo así los efectos punitivos del voto casi por completo.
Dado que el sistema mayoritario uninominal tiende a incentivar elecciones entre dos bandos, sus detractores reclaman que la reducción de oferta política daña la calidad de la democracia y frustra los ánimos de la ciudadanía. Pero la calidad de la democracia y los ánimos de la ciudadanía obedecen antes que nada al buen funcionamiento del sistema y a la sensación de que los problemas del país son debidamente abordados. La situación actual de Chile es un claro ejemplo de que una mayor oferta política no contribuye a la construcción de una democracia más robusta.
Otra crítica que se le hace al sistema es que sectores minoritarios tienden a quedar sin representación en la discusión pública. Esta crítica supone que la representación proporcional hace un mejor trabajo en defender a las minorías, pero la realidad es que la formación de coaliciones —aspecto inherente a la proporcionalidad— obliga a quienes abogan por tales causas a abandonar sus banderas tan pronto llegan al poder, desilusionando así a quienes los eligieron. Por su parte, en los sistemas de mayoría uninominal quien gana un escaño en el parlamento no puede ignorar las demandas de ningún grupo, ya que hacerlo implicaría darle todos esos votos al rival y probablemente sacrificar la reelección. De esta forma, si bien las minorías no cuentan con representantes dedicados exclusivamente a sus causas, el sistema incorpora sus voces a través de parlamentarios que trabajan por el bien de todos.
Un paso a la vez
Proponer para Chile un sistema parlamentario con elecciones mayoritarias uninominales sería una clara muestra de ingenuidad. La brecha actualmente es demasiado grande y pocos estarían dispuestos a dar el salto. Pero son pocos los países exitosos que no cuenten con alguno de los dos mecanismos descritos en este ensayo, y en todas las excepciones podemos encontrar algún otro instrumento para controlar la responsabilidad de quienes gobiernan. Es por esto que resulta urgente revisar cuáles podrían ser los cambios más a la mano que nos ayudarían a mejorar nuestro sistema.
Consideremos primero el caso de los sistemas semipresidenciales. Algunos de ellos consiguen buenos resultados —como Francia o Portugal— y su estructura es más cercana al presidencialismo chileno que los sistemas parlamentarios. El semipresidencialismo tiene dos virtudes en línea con la tesis que hemos planteado. Primero, el parlamento puede llamar a elecciones anticipadas mediante un voto de no confianza en el gabinete. Segundo, los ministros del poder ejecutivo forman parte del parlamento, por lo que están sujetos al voto de la gente. Estas dos características ayudan a incentivar la ética laboral en el poder legislativo pero también en el ejecutivo.
Por otra parte, tenemos como caso de estudio a Corea del Sur. Las diferencias entre el sistema que allí utilizan y el chileno son muchas, pero vale la pena poner atención al formato de representación mixta con que eligen a sus parlamentarios. La Asamblea Nacional de ese país cuenta con 300 escaños, de los cuales 253 se eligen por mayoría simple uninominal, mientras que los restantes 47 siguen un mecanismo de representación proporcional. Así, mientras estos últimos tienen la tarea de darle voz a las distintas minorías, los primeros están sujetos a ese día de juicio que hemos descrito y que los hace responder directamente a la evaluación de las mayorías, disminuyendo fuertemente los incentivos para actuar de manera irresponsable.
Pretender que los problemas de Chile se solucionen con un repentino pacto de colaboración y hermandad supone desatender los vacíos estructurales del sistema. No podemos esperar que los políticos actúen en beneficio de las mayorías si el sistema no provee incentivos para que aquello ocurra, y si realmente queremos que aquello ocurra, el primer paso debe ser restablecer el respeto al electorado por parte de quienes ocupan cargos públicos.