El error colectivista
“Hay tres clases de mentiras: mentiras, malditas mentiras y estadísticas”
—Benjamin Disraeli
La expresión “avances civilizatorios” y la idea de la “superioridad moral” de ciertos sectores son conceptos frecuentemente ridiculizados, pero el problema que motiva ese tipo de lenguaje es genuino y merece nuestra atención. ¿Cómo podemos evitar las injusticias que producen nuestros impulsos más primitivos? Uno de los objetivos centrales de la acción colectiva es justamente traducir nuestras convicciones morales en cambios legislativos que nos lleven a una sociedad más virtuosa y más próspera. La brecha de género, la desigualdad económica, la contaminación del medioambiente y la mala educación de los niños son todas expresiones de la contradicción que existe entre el mundo que vemos y el mundo como creemos que debería ser.
Este sentimiento obviamente no es nuevo. El voto femenino y el fin de la esclavitud son quizás los ejemplos más claros de que la acción colectiva permite hacer avances que de otra manera no serían posibles u ocurrirían a un ritmo inaceptable. Y, tal como esos movimientos fueron capaces de corregir inmoralidades flagrantes en el pasado, hoy deberíamos poder avanzar mediante la acción colectiva hacia mejores salarios para las mujeres, una distribución más pareja de las riquezas, índices medioambientales más saludables y resultados PISA más cercanos a los de los demás países de la OCDE.
O al menos ese es el espíritu que domina hoy casi todo tema en la discusión pública.
Esta forma de pensar ilustra lo que aquí llamaremos el error colectivista: la idea de que la política y la acción colectiva deben apuntar a mejorar los indicadores y las estadísticas de la sociedad. O, dicho de otra manera, la tendencia de quienes participan de la política a tomar cifras colectivas como problemas en sí mismos, en lugar de verlas como lo que en realidad son: simples indicadores. Este error es bastante evidente en todos los sectores de la izquierda, pero también afecta a la derecha aunque a veces de una manera más sutil. Incluso quienes se autodenominan “defensores de la libertad” o “seguidores del liberalismo clásico” plantean propuestas que esconden un marcado espíritu colectivista, como por ejemplo las recientes propuestas de incentivos para subir la tasa de natalidad.
Para entender bien el fenómeno es importante hacer el contraste entre debates dominados por el error colectivista y debates donde el foco es un problema real que afecta a individuos de carne y hueso. Volvamos a revisar los problemas de la esclavitud y del sufragio femenino. Quienes luchaban por remediar esas injusticias argumentaban sus propuestas no desde la interpretación de cifras o indicadores, sino desde la convicción moral de que nuestra condición humana es universal y no admite discriminaciones ante la ley.
Un ejemplo más contemporáneo —independiente de las convicciones que cada uno pueda tener— es el debate en torno a la ley de aborto. Existe un conflicto real entre la madre y el que está por nacer, y existe también un conflicto atendible respecto de la objeción de consciencia de quien debe llevar a cabo el aborto. Ahora, hay muchos líderes políticos que argumentan a favor o en contra del aborto recurriendo a distintas estadísticas, pero no cabe duda que en el centro del debate hay un problema concreto de índole moral.
Veamos ahora el caso de la discusión en torno a las brechas de género. Lo que diferencia este debate de los anteriores es que las brechas de género no son un problema en sí mismo, son simplemente una estadística que describe algunos aspectos de nuestra sociedad. Medidas como la paridad de entrada o salida en elecciones para cargos públicos no buscan resolver un problema concreto que afecte a mujeres específicas, sino ajustar cifras que nos parecen injustas.
Lo mismo vale para el coeficiente Gini, la huella de carbono, los medidores de la calidad de la educación, el grado de sofisticación de la economía, el salario mínimo, etcétera. Ciertamente existen problemas concretos detrás de todos estos números, y la tarea de quienes defendemos las libertades individuales es identificar aquellos problemas y buscar soluciones a partir de medidas acotadas, en lugar de discutir incentivos destinados a la manipulación de promedios y estadísticas.
Los riesgos asociados al error colectivista son dos. En primer lugar, pretender que el estado controle los índices que describen nuestra sociedad es una forma encubierta de abrazar la planificación central, y la planificación central como forma de gobierno ha sido refutada de forma categórica. Son muy pocos —aunque los hay— los que todavía piensan que el estado debe controlar la economía y fijar precios justos para que bienes y servicios sean accesibles para todos. Pues bien, el error colectivista permite que el estado haga justamente eso, solamente que de forma camuflada e indirecta.
En segundo lugar, un riesgo bastante más grave es que, como dijimos antes, el error colectivista afecta incluso a quienes dicen ser férreos defensores de las libertades individuales, creando así un vacío político que explica el avance implacable del estado en las últimas décadas.
El propósito de este artículo no es argumentar en contra de la planificación central. Ya mucho se ha escrito al respecto en otros lugares. Mi objetivo es alertar sobre lo delicado que es el segundo riesgo. La defensa de las libertades individuales requiere un espíritu y una cultura política que hoy aparecen muy disminuidas. Hoy en día la estrategia de quienes dicen representar este espíritu se centra casi exclusivamente en rebatir estadísticas con mejores estadísticas. Refutar indicadores con mejores indicadores. Mi propuesta es simple: en lugar de enfocarnos en las consecuencias de mover indicadores hacia uno u otro lado, quienes defendemos las ideas del liberalismo clásico debemos atacar las propuestas colectivistas por pretender sacrificar al individuo para conseguir avances imaginarios.