El progreso liberal conservador
En 1793, durante los años de la Revolución Francesa, la Convención Nacional decidió reemplazar el calendario Gregoriano por un calendario revolucionario, diseñado y promovido por una serie de intelectuales y expertos. El proyecto era parte de los esfuerzos de la revolución por liberar a la sociedad de la influencia de la religión y al mismo tiempo expandir el uso del sistema decimal. El diseño contemplaba años de 12 meses, meses de 3 semanas y semanas de 10 días. A su vez, los días se subdividían en 10 horas de 100 minutos cada una. El calendario fue fuertemente resistido por la población hasta que finalmente Napoleón decidió abolirlo en 1806.
Este episodio ilustra uno de los aspectos centrales no solo de la Revolución Francesa, sino que del espíritu revolucionario en su conjunto: la convicción de que las instituciones deben ser diseñadas de manera racional. La evolución orgánica de las instituciones inevitablemente introduce una infinidad de irracionalidades y problemas de toda índole a la vida en sociedad, problemas que se evitarían —afirman los revolucionarios— si reemplazáramos las instituciones existentes por instituciones diseñadas mediante el uso de la lógica y la aplicación de principios universales.
El espíritu revolucionario así entendido nos entrega un buen marco de referencia para estudiar el progreso desde lo que aquí llamaremos una mirada liberal conservadora. El liberal conservador admite la urgencia de solucionar los problemas que advertimos en la sociedad, pero se opone a los movimientos revolucionarios desde dos ángulos distintos, correspondientes a las dos ideas que el nombre implica.
En primer lugar, el liberal conservador reconoce la existencia de vastas cantidades de conocimiento colectivo en las instituciones existentes, y reconoce también que ese conocimiento muchas veces actúa de una forma insondable, sin que nadie pueda realmente explicar su funcionamiento. Pensemos por ejemplo en la monarquía. Solemos ver la institución de la monarquía como un vestigio del pasado, pero la verdad es que juega un rol central —si bien contraintuitivo— en la continuidad de la nación y en la relación del estado con la ciudadanía.
En segundo lugar, el liberal conservador advierte que el diseño “racional” de las instituciones no es meramente difícil: es en realidad simplemente imposible. A diferencia de un sistema físico, el comportamiento de las personas es inherentemente impredecible ya que la creatividad humana permite esencialmente cambiar las reglas del juego. Así, al introducir nuevas instituciones en la sociedad nuestras expectativas siempre arriesgan languidecer ante los cambios inesperados en el comportamiento de las personas. Y si no podemos anticipar resultados, no podemos realmente aplicar al diseño institucional los mismos métodos que aplicaríamos, digamos, al diseño de una máquina. Esta convicción obliga al liberal conservador a rechazar toda ideología que plantee una mirada instrumental del individuo.
En suma, los liberales conservadores adoptan una postura profundamente humilde frente al progreso. El cambio es inevitable —dicen— y en muchos casos es de hecho urgente, pero debemos siempre reconocer que somos infinitamente ignorantes y debemos también respetar a las personas por lo que son: un fin en sí mismo.