Eterna vigilancia
En los últimos 35 años Chile ha sufrido cambios notorios. Mientras en los ‘90 el país progresaba a partir de su economía abierta y su estabilidad institucional, hoy vemos serios problemas con la permisología y el clima político. Gradualmente se ha ido configurando un escenario donde los permisos están diseñados para frenar cualquier proyecto medianamente ambicioso y donde los incentivos electorales exigen a los parlamentarios perseguir fines partidarios en desmedro del interés de la ciudadanía. ¿Qué pasó para que el panorama diera un giro tan drástico? ¿Cómo permitimos que el estado se nos saliera tanto de control?
Ante esta situación es tentador dividir el asunto en sub-problemas y atacarlos por separado. Distintos sectores han sugerido medidas para disminuir la fragmentación del parlamento o pactos de desarrollo para volver a crecer, pero adoptar estrategias de este tipo sería ignorar el trasfondo de la crisis: la tendencia natural del estado a abarcarlo todo. La buena noticia es que este problema no es nuevo. Fenómenos como los que estamos viviendo son exactamente lo que motivó el surgimiento de las ideas del liberalismo clásico y su notable aplicación en la fundación de los Estados Unidos.
Una de las frases más emblemáticas de los años de la Revolución Americana, atribuida a Thomas Jefferson, dice que “el precio de la libertad es su eterna vigilancia.” La guerra de Independencia había concluido en victoria para quienes luchaban por poner fin a los excesos de la Corona británica, y ahora era momento de diseñar las instituciones de la nueva nación. Estados Unidos se construiría no sobre ciertos límites geográficos, o sobre la etnia de su gente, sino sobre el poder de una idea: la idea del respeto por el individuo y su libertad. Pero, ¿cómo lograr que las libertades individuales perduraran en el tiempo?
En una carta a Edward Carrington en 1788, Jefferson observa con inquietud que “el progreso natural de las cosas es que la libertad vaya cediendo y que el gobierno gane terreno.” Es justamente esta preocupación lo que explica gran parte del diseño institucional de los Estados Unidos. El federalismo favorece los gobiernos locales y permite que el electorado vigile más efectivamente a sus representantes; los checks-and-balances distribuyen el poder y moderan el proceso legislativo; el Bill of Rights hace explícitos los límites del estado y ofrece una capa adicional de protección para las libertades individuales.
Dos siglos más tarde, Jaime Guzmán se veía enfrentado a un problema de características similares. Buscaba construir un Chile donde la sociedad fuera el producto orgánico del intercambio entre individuos libres. Para él, el estado debía jugar un papel estrictamente secundario en la economía y en el desarrollo de la sociedad, pero al mismo tiempo debía contar con las atribuciones necesarias para preservar la estabilidad política del país. La pregunta era cómo asegurar el justo equilibrio de esos roles, de tal manera de evitar que el individuo se viera eventualmente abrumado por la expansión de los poderes estatales.
Pero la motivación del problema de Guzmán era distinta a la de los Founding Fathers. Corrían los años de la Guerra Fría y Estados Unidos y la Unión Soviética medían sus fuerzas en una batalla ideológica alrededor de todo el planeta. En Chile, a pesar de la represión implacable del régimen militar, todavía circulaban corrientes marxistas bajo la superficie del tejido social que amenazaban con volver a instaurar su modelo empobrecedor, donde el estado impone un diseño racional de la sociedad y el individuo actúa como un mero engranaje en la máquina. Jaime Guzmán no escondía su preocupación:
Sólo quien desconoce el carácter intrínsecamente erróneo del marxismo-leninismo y su actual utilización como una agresión permanente y total del imperialismo soviético en contra de los países libres […] puede creer que los principios originarios del liberalismo político son suficientes y adecuados para una democracia moderna y estable.
Su solución fue lo que él llamaba una “democracia protegida.” Mediante una serie de resguardos constitucionales el sistema marginaba ideologías antidemocráticas y forzaba una distribución relativamente pareja del poder, de manera que nadie contara con las mayorías necesarias para abrir nuevamente la puerta a los totalitarismos. Guzmán, a diferencia de Jefferson, creía que la defensa de la libertad no sólo requería vigilancia, sino también un grado importante de autoritarismo para reprimir ciertas ideas peligrosas.
Así, la nueva institucionalidad chilena incluiría aspectos contrarios al espíritu democrático, como el sistema binominal, senadores designados, quórums supramayoritarios para reformas constitucionales, la intervención legislativa del Tribunal Constitucional y la supervisión del COSENA. Y la fórmula indudablemente dio frutos. Tras el retorno a la democracia el país disfrutó de una estabilidad institucional ejemplar y de un clima inmejorable para la inversión y los negocios. El milagro económico chileno no habría sido posible con una transición sin estos resguardos.
Hoy las dictaduras marxistas han dejado de ser la amenaza existencial que representaban antes de los ‘90, y en consecuencia los candados constitucionales han ido cayendo. Pero la advertencia de Jefferson todavía nos acecha: ¿Con qué herramientas contamos para vigilar y proteger nuestras libertades?
Es cierto que Chile goza de una serie de checks-and-balances que funcionan relativamente bien y sirven justamente para mantener al estado dentro del marco institucional. Pero eso no es suficiente. Como ya hemos dicho, incluso cuando se lo restringe, el estado tiende a expandirse sin romper las reglas del juego, de forma gradual pero inexorable. Este es el centro del problema: hemos removido los candados de Guzmán y no hemos puesto nada en su lugar. Hemos renunciado a nuestra capacidad de contener al estado y en consecuencia tenemos un gobierno desconectado del ciudadano, a menudo irresponsable, con mecanismos de control que dependen de la voluntad de los incumbentes y con un sistema electoral excesivamente permisivo. Las regulaciones crecen y los errores y los abusos de la política quedan sin castigo.
Después de 35 años de democracia en Chile, el sistema político se asemeja un poco a una oligarquía, donde quienes ostentan el poder están blindados en sus cargos y nosotros, la ciudadanía, estamos a su merced. El peligro de las tiranías se siente ajeno, pero las libertades poco a poco se van perdiendo. No olvidemos que hace tres décadas éramos libres y hoy el Partido Comunista está en el gobierno.