Intransigentes contra cobardes
La derecha chilena vive hoy una importante disputa entre “intransigentes” y “cobardes”. ¿Cuál es el núcleo del asunto? ¿Quién tiene la razón?
Para ensayar una respuesta a estas preguntas es conveniente notar que ambos bandos tienen muchas ideas en común. Ambos coinciden en el respeto por las libertades individuales y en la importancia de la sociedad civil como eje fundamental del desarrollo del país. Ambos proponen, a grandes rasgos, una economía de libre mercado y abierta al mundo. Ambos cuentan también con las credenciales y la convicción necesarias para endurecer la mano contra el crimen organizado y enfrentar los problemas de seguridad.
La diferencia entonces no está tanto en los principios de cada sector, sino en la manera en que pretenden materializarlos. Dicho en simple, ambos bandos tienen ideas incompatibles sobre el funcionamiento de la democracia y, en consecuencia, sus respectivos líderes políticos adoptan una actitud diametralmente opuesta frente al debate público. Es esta diferencia de talante lo que da origen a los motes de “intransigentes” y “cobardes”.
Por un lado, Chile Vamos —la derecha “cobarde”— adopta una postura acuerdista. Para ellos, en una democracia los avances sociales nunca pueden dejar contento a todo el mundo. Yo obtengo algo y te doy algo a cambio. Todos ganan pero todos también pierden, y así vamos encontrando el rumbo paso a paso. Cualquiera que intente llevarse la pelota para la casa es rápidamente tildado de antidemocrático.
Del otro lado está la derecha de Kast y Kaiser, la derecha “intransigente.” Ellos ven la democracia como el espacio donde se libra la batalla cultural. El rol del político es defender sus ideas, mantenerse firme en sus posturas y detener cualquier propuesta que atente contra sus principios.
A primera vista Chile Vamos parece estar en lo correcto. Su postura es constructiva y se alinea con esa estrategia que tantos frutos dio al país durante los años de la Concertación. Pero una mirada más profunda revela una equivocación fatal. Como sabemos, el valor de la democracia reside en nuestra capacidad de implementar soluciones a los problemas de la sociedad y evaluar los resultados obtenidos. Prueba y error. Para que el proceso funcione, es crucial que las propuestas que se presenten estén basadas en ideas claras y tengan autores bien definidos. Solo así podemos entender por qué las cosas funcionan o fracasan y quiénes son los responsables. Solo así podemos aspirar a aprender de nuestros errores y progresar.
El problema de los acuerdos es que cuando las cosas salen mal, nunca sabemos realmente qué falló y nunca es claro quién tuvo la culpa. Todo proyecto es una ensalada de medidas sin un dueño concreto. Y este problema, de por sí tremendamente grave, se vuelve intolerable cuando consideramos que el crecimiento del estado es muchas veces definitivo: una vez que el estado avanza es casi imposible hacerlo retroceder. Los triunfos de la libertad son siempre temporales, los del socialismo suelen ser permanentes.
El gradualismo acuerdista es una de las principales formas en que el estado consigue su avance implacable, y es también la única manera de que ideologías refutadas vayan permeando nuestras instituciones. Es por todo esto que no podemos sino calificar los acuerdos como una forma imprudente de defender las libertades individuales.