Proyectos de futuro
¿Qué futuro queremos construir?
Una de las formas más elocuentes de categorizar la oferta política disponible en Chile es a partir de la idea de futuro que proponen los distintos sectores. A grandes rasgos, tenemos tres futuros en oferta, correspondientes a los tres sectores más competitivos del escenario político.
Futuro número uno: Chile equitativo y sustentable. En este proyecto de futuro, impulsado por los partidos de izquierda, los ciudadanos comparten un modelo de vida relativamente estandarizado, con sistemas universales de educación, salud y pensiones. La desigualdad económica se mantiene bajo control a partir de un salario mínimo elevado e impuestos adicionales para quienes tengan demasiado éxito. Y la semana laboral es de 40 horas o menos, de manera que todos tengan igual oportunidad para desarrollar sus intereses fuera del trabajo. Un segundo pilar de este modelo es el cuidado por la naturaleza: el medioambiente es de todos por lo que compartirlo supone protegerlo de la voracidad de los intereses económicos.
Futuro número dos: Chile líder en la transición energética. El futuro que propone la centroderecha es uno donde Chile se ubicaría en el corazón de la transición energética global a partir de grandes acuerdos políticos y una buena gestión del estado con horizontes de planificación de largo aliento. El país cumpliría un rol crucial aportando cobre, avances tecnológicos en energías renovables, y oportunidades de inversión para capitales extranjeros.
Futuro número tres: Chile tradicional. Este proyecto, correspondiente al Partido Republicano y los Social Cristianos, plantea un retorno a valores tradicionales en materias como la familia y la educación. También busca abrir espacios para la influencia de la religión en el quehacer público.
Estos tres proyectos son muy distintos y a veces incluso incompatibles entre sí, pero los tres tienen como punto de partida una idea en común: la idea de que debemos elegir colectivamente el futuro que queremos construir. Según esta idea, a partir de un análisis riguroso de la realidad deberíamos ser capaces de definir un norte al que apuntar de aquí a 20, 30 o 50 años. Tal aspiración —la de tener una estrategia a nivel país para enfrentar los desafíos del futuro— pareciera ser, a primera vista, deseable y quizás incluso urgente, pero una segunda mirada revela aspectos que a cualquier seguidor de las ideas del liberalismo deberían causar alarma. Algo en este anhelo huele a “diseño racional de la sociedad,” enfoque asociado a la Revolución Francesa y otros procesos iliberales.
Y el problema se hace evidente cuando reparamos en que el futuro es por naturaleza impredecible. Los problemas que enfrentaremos mañana no serán los mismos que los que hoy nos aquejan. El futuro inevitablemente doblegará hasta nuestras predicciones más sólidas, por lo que someter a los individuos a una construcción de país basada en el análisis limitado que podemos hacer hoy implica sacrificar la capacidad de las personas para identificar y resolver nuevos problemas a medida que vayan surgiendo. Alguien dirá que se puede hacer las dos cosas: tener un proyecto de futuro y a la vez propiciar las libertades individuales que nos permiten prosperar en un contexto cambiante, pero construir un futuro colectivo supone sacrificios individuales ya sea en cuanto a la diversidad de proyectos de vida o directamente en cuanto a las condiciones materiales de cada uno.
Vale la pena recordar que hasta hace no mucho veíamos periódicamente a expertos recomendando enseñar programación en los colegios ya que, según ellos, saber programar sería en el futuro tan importante como saber leer o escribir. Hoy las cosas han cambiado y tecnologías como ChatGPT ponen en duda la urgencia —o incluso la validez— de aquellas recomendaciones.
Existe entonces un vacío importante en la oferta política de hoy: hacen falta proyectos que en lugar de proponer una idea concreta de futuro, propongan un estado flexible que de espacio para que sean los individuos quienes vayan construyendo el futuro en base a su capacidad infinita de reconocer nuevos problemas, identificar nuevas oportunidades y ensayar soluciones que hoy son, en el sentido más estricto de la palabra, impensables.